Memento mori




De pronto imaginamos que la permanencia es la regla y que siempre son los otros los que se mueren. Los monjes budistas piden limosna, aquello no solo tiene que ver con sostenerse. Eso que para otros es humillante, para ellos debe ser un camino que permite asumir con humildad que los oropeles del mundo no son solamente vanos sino que, además, envanecen, es decir, estupidizan a los que caen en sus redes.

Si el general necesita que siempre a su oído esté el esclavo que le susurra “memento mori”, será porque no entiende bien, como muchos, que realmente todos los hombres somos mortales.

Así la novela de Simone de Beauvoir “Todos los hombres son mortales”, nos narra a un personaje que no lo es, o cree no serlo; el precio será que su condición como ser humano quede totalmente abolida.

Toda corona termina pervirtiendo a quien la usa, en el ámbito en el que la use, sea la política, la religión, el arte, la ciencia, la empresa, la familia, etc.

El Yo, ese lugar subjetivo, psicológico, no es más que un síntoma privilegiado en el conjunto de la subjetividad. Lugar de la identidad que desconoce, entre otras cosas, cómo ha sido construida en el espejo de los otros significativos. Y vivimos una época que le hace culto, que pone en las cajetillas de cigarrillos “Fumar mata”, que es cierto, como lo es también que vivir mata, puesto que de este mundo nadie sale vivo.

Y entonces el muerto será el “muertito”, ciertamente cuando no nos incumbe mucho, ya que es la manera de afirmarnos como “vivos” y miraremos hacia el otro lado cuando nos llegue el “por el momento”.

Y como exorcismo haremos culto a la belleza, a la salud, a la idea de eterna juventud y en ello, por cierto, se vehiculan marcas de todo tipo que, como al buey al que se le pone la zanahoria en frente para hacerlo arar, lograrán que ese Amo omnicomprensivo y todopoderoso del capital genere su circuito.

El culto al prestigio, al éxito, al logro, a la “opinión pública” lleva a privilegiar caminos que convierten a cosas que tal vez deberían ser medios, en fines en sí mismos. La perturbación de nuestra época interfiere en principio en el lenguaje, en el que nos desplegamos no con una intensión de discernir la verdad, que es relativizada, sino en un impulso hacia la argumentación que permite alcanzar objetivos a veces, a pesar de lo que se “argumente”, a cualquier precio.

Una vez que hemos salido de esa conmemoración de Semana Santa, que como todas, cíclicamente mientras vivimos, se reeditan asemejándose a sí mismas; pensemos detenidamente en la lección de Aquel que también llevó una corona, única que pervirtió aún más a quienes se la colocaron. Muchas veces nos caracterizamos por no tomar en serio un montón de cosas que de hacerlo seguramente nos perturbarían.






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