De pronto imaginamos que la permanencia es la regla y que siempre son los otros los que se mueren. Los monjes budistas piden limosna, aquello no solo tiene que ver con sostenerse. Eso que para otros es humillante, para ellos debe ser un camino que permite asumir con humildad que los oropeles del mundo no son solamente vanos sino que, además, envanecen, es decir, estupidizan a los que caen en sus redes. Si el general necesita que siempre a su oído esté el esclavo que le susurra “memento mori”, será porque no entiende bien, como muchos, que realmente todos los hombres somos mortales. Así la novela de Simone de Beauvoir “Todos los hombres son mortales”, nos narra a un personaje que no lo es, o cree no serlo; el precio será que su condición como ser humano quede totalmente abolida. Toda corona termina pervirtiendo a quien la usa, en el ámbito en el que la use, sea la política, la religión, el arte, la ciencia, la empresa, la familia, etc. El Yo, ese lugar subjetivo, psicológico, no es más