The winner takes it all


Por los 80 y 90 "del siglo pasado" (Dios, como diría un amigo, "no somos nada y vamos a menos"), en el diario El Telégrafo, que no era entonces público, circulaba el domingo un suplemento llamado Matapalo. Por esas cosas extrañas, he encontrado dos textos que escribí entonces, si mal no recuerdo en 1991 y que fueron publicados.

Este es uno de ellos.


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The winner takes it all






Espero no sonar a Miami boy por este título, aquello sería algo peor que una maldición. De cualquier modo, ojalá ubique usted lo que intento con él aludir. Y, por qué no, si se anima, acompañar la lectura de este texto con tal fondo musical. Y es que no hay mejor modo de tratar los temas serios que un tanto en broma, de lo contrario, una cuerda por favor. Por otra parte, no sé usted, pero a mí me repugna encontrar a quienes, involucrados en temas serios y profundos se vuelven fatalmente aburridos.



HAGAN SUS APUESTAS


Vamos a hablar del juego. Tal vez usted dirá con razón, pero de cuál. Es cierto, existen muchos juegos, con diferentes modalidades lógicas, distintas reglas, en fin. Pero le voy a pedir que hagamos una abstracción, es decir, que de la pluralidad intentemos situar algo común a todos los casos. Hablaremos entonces, si usted me lo ha permitido, del juego a secas.

Todo... ¿todo?, bueno, digámoslo, todo juego supone por lo menos un jugador, un procedimiento que implica una lógica y dos lugares: el del ganador y el del perdedor; si usted lo quiere: el lugar del éxito y el del fracaso.

Por otra parte, usted estará de acuerdo conmigo que en el juego existen tres dimensiones: la del azar, la de la sorpresa y la de la espera; y que esta última, sobre todo en el diletante, crea el efecto de la esperanza.

El azar está cifrado en las probabilidades que, como bien sabemos, se estructuran a partir de las combinatorias de los elementos que participan como agentes del juego. La dimensión del azar permite elaborar un cálculo que tiende a arrojar cierta luz que intenta evitar, o al menos procura cernir en lo posible, la sorpresa.

La sorpresa es por definición lo inesperado, es decir, lo que no podía, dadas las condiciones de la información disponible, ser objeto de un cálculo, pues estaba dentro del espacio de lo imposible; imposible como aquello que no puede ser ni afirmado ni negado.

Finalmente, el lugar de la espera es el del tiempo necesario e imprescindible para consumar el juego. Es el ámbito de la secuencia de acontecimientos que advienen y que dan cierta imagen de supuesta continuidad. Como dijimos, para el distraído este podría ser el espacio de su perdición o al menos de la evidencia de su así declarada estupidez. Sin embargo no lo censuremos. Un psicoanalista llamado Jacques Lacan en una oportunidad decía, a quién le pedía respuesta a la pregunta kanteana de "qué me es permitido esperar"
- Sepa solamente que he visto muchas veces la esperanza, lo que llaman los mañanas que cantan, conducir a gentes que yo estimaba tanto como lo estimo a usted, únicamente al suicidio. ¿por qué no? El suicidio es el único acto que tiene éxito sin fracaso.



NO VA MAS


Existe una diferencia sustantiva entre el jugador y el diletante. El diletante juega para no perder; se asusta cuando no gana. Si es más o menos prudente se retirará a tiempo, lo que querrá decir que se irá con la ilusión de no haber perdido.

Además del diletante y del jugador, también existe el tramposo, faltaba más. Y el tramposo lo es de algunas formas, desde intentando burlar las reglas del juego hasta haciendo cálculos que le permitan obtener aquello que se ha propuesto. Por supuesto, éste último, desde una mirada rápida, no parecería tramposo sino alguien que no tiene un pelo de tonto. Sin embargo, si entregarse al juego es darse a las dimensiones del azar, la espera y la sorpresa, el calculador, por así llamarlo, a todas luces intenta extrañarse de la dmensión de la sorpresa. Sin embargo usted bien podría acotar que tal intento no siempre supone éxito, es más. si no es un diletante, el calculador lo sabe.



Y EL GANADOR ES...


En el juego, tanto el triunfo como la derrota son lugares y eso el jugador lo entiende plenamente. No juega para ganar, por supuesto tampoco para perder, juega por la aventura que supone el juego en cuanto tal.

Si esta noche la veleidosa Fortuna le roza, en la siguiente la malvada infiel, se le paseará frente a sus narices de la forma más lasciva, de otro brazo; y él, que no es un gaznápiro, no hará reclamos por ello.

Y es que si, efectivamente, el ganador se lo lleva todo, en última instancia el ganador es... el juego mismo.

Estará ahí como lo estuvo antes. Eso no le quita valor al acto del jugador, por el contrario, su condición efímera y fugaz le dará el peso que tal vez sólo podría ser cristalinamente apreciado por una sensibilidad como la griega, que construyó en las Tragedias esa expresión del héroe que asume su destino cabalmente y sin dilaciones. La diferencia entre aquel y el común de los mortales es que estos últimos se hacen ilusiones respecto a su ser en este mundo.

Ilusiones que los sostienen a precio de escamotearles su única oportunidad: la de inventar un modo de vivir, por la mera pasión de hacerlo.

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